Queremos lo mejor para nuestros niños, que crezcan felices y saludables, y pensamos que comer tanto como puedan es la opción acertada. ¿Cuántas veces hemos oído la frase “si no comes no crecerás” o hemos visto aquella cucharilla “voladora” que simula a un avión aterrizando en la boca bien abierta del niño? Pero, ¿es bueno forzarlos a comer?

A corto plazo, tal vez consigamos que coman, ¿pero qué relación establecen con los alimentos si los obligamos a ingerirlos por la fuerza o mediante el chantaje? Quizás deberíamos confiar más en la capacidad de los más pequeños para saber si tienen que comer o no. Quizás no tienen hambre porque no se encuentran bien o se han comido cualquier cosa antes, y no tienen la misma capacidad para expresarlo que un adulto.

Muchas veces se da más importancia a la cantidad de lo que se come que a la calidad. Si ni siquiera nosotros sabemos qué comemos, ¿cómo podemos estar seguros de qué damos a nuestros hijos e hijas? Lo denunciaba Greenpeace en Australia, en 2011, a raíz de la presencia de transgénicos en algunos productos de leche de fórmula. El grupo de presión de los principales fabricantes y comercializadores de leche en polvo en Australia y Nueva Zelanda, con empresas como Nestlé y Nutricia del grupo Danone al frente, respondieron que producir leche artificial sin transgénicos era “inviable y poco realista”.

La dictadura de la báscula comienza desde muy pequeños, cuando se controla al pie de la letra el percentil del bebé mediante una curva de crecimiento, con una media que algunos bebés no pueden alcanzar de ninguna manera, lo que no significa de ninguna manera que no evolucionen bien. Ojalá el mismo énfasis que se pone en el peso se pusiera en educar a los adultos sobre qué tenemos que dar a los niños para comer. Nos dicen cuándo hay que empezar con la papilla de fruta y verdura, pero nadie nos cuenta en qué consiste una dieta saludable de verdad, ni para los pequeños ni para nosotros. Tampoco nos dicen lo perjudiciales que son los alimentos procesados ​​y las bebidas azucaradas, y más aún a una edad temprana.

De hecho, desconocemos todo lo que implica no el negocio de la comida en sí, sino el de la alimentación infantil, que en España, como muy bien cuenta la ONG Justicia Alimentaria Global en el informe “Mi primer veneno” , está dominado por dos grandes empresas –Nestlé y Hero–, que controlan el 75% de las ventas, la primera como número uno en leche de sustitución y la segunda, en potitos. Otras compañías relevantes son Lactalis –con marcas como Puleva y Sanutri–, Nutricia –con Almirón– y HiPP –con alimentos infantiles ecológicos. Las empresas del sector en el año 2016 facturaron 500 millones de euros y fabricaron 60.000 toneladas de productos alimenticios para los niños. Un 50% de estos ingresos correspondió a la venta de potitos y comida industrial, un 37%, a leches de sustitución, y un 13%, a papillas de harina y cereales. En concreto, se calcula que cada familia gasta en alimentación industrial más de 300 euros anuales por bebé y consume 94 potitos al año de media; productos alimenticios, además, que dejan mucho que desear, ya que tienen una baja calidad nutricional. Son las familias con menos recursos económicos las que compran los de peor calidad, los que contienen más azúcar, sal y grasas.

Aprender a alimentarnos de una forma sana y saludable, tanto niños como adultos, es un reto pendiente, y la adminitración pública tiene una gran responsabilidad. Hacerlo no solo nos beneficiaría a título individual sino colectivo.

Esther Vivas
Esther Vivas

Periodista y autora de "Mama desobedient" y "El negocio de la comida".

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