Cuando ponemos gasolina en el coche, ¿quién ha fijado el precio? Cuando pagamos el recibo de la luz, ¿quién ha decidido a qué tanto va el kilovatio? No son respuestas sencillas. Pero la pregunta –aparentemente mucho más facilona–, “cuando compramos verduras, ¿quién marca el precio?” tampoco tiene una respuesta fácil. De hecho es preocupante.

Verduras embaladas en supermercados

Lo lógico sería pensar que, primero, la persona que las cultivó, en función de sus costes y las horas dedicadas, marca un precio que le genere un beneficio justo y suficiente. A su vez, la empresa intermediaria –por ejemplo un supermercado o un puesto en el mercado municipal que compra estos productos– repite la operación y ofrece el producto al precio correspondiente. Es cierto que, en un mercado de libre comercio, en cada uno de esos pasos, la oferta, la demanda y la competencia influyen y dejan los precios más arriba o más abajo, pero al final las personas consumidoras pagamos y todos los elementos de la cadena han obtenido un beneficio.

Lo lógico muchas veces no es lo real. De entrada, y esto se ha explicado muchas veces, si la mayoría compramos alimentos en las pocas cadenas de supermercados que acaparan el comercio alimentario, son estas, con un superpoder en sus manos, las que deciden cuánto quieren pagar a los que producen. La ley de la oferta y la demanda ya no funciona. No importa si el precio queda –como ocurre, por ejemplo, con la leche– incluso por debajo de los costes de producción.

En el caso del comercio alimentario, esta fuerza supermercantil utiliza muchos otros oscuros mecanismos que le permiten conseguir materias primeras a precios requetebajos; como, por ejemplo, tal como cuenta el agricultor almeriense Andrés Góngora, las exigencias y abusos que significa la “obligación” de servir a las grandes superficies los productos cosechados en embalajes específicos. “En muchas ocasiones, la fórmula que nos imponen tiene un coste más elevado –que llega incluso a triplicar el precio respecto a formatos similares que se pueden encontrar en el mercado– y no responde a necesidades de transporte o mejor conservación. Por otro lado, las empresas que los proveen están relacionadas o participadas por la empresa a la que vendemos, con lo que ya se puede imaginar dónde quedan los sobrecostes que nos hacen asumir. Y para rematar, se imponen otras condiciones como una compra mínima anual de envases”.

Además, aunque tengas establecido algún tipo de precontrato de compra con un supermercado, como cuentan desde algunas cooperativas, este último siempre se guarda el derecho a comprar o no comprar. Es más, en algunas cadenas de supermercados es habitual rechazar partidas comprometidas por supuestas irregularidades en lo pactado –tan absurdas como pequeñas diferencias en el calibre del producto o en el color de la fruta, por ejemplo– y, “debido al no cumplimento de las condiciones”, imponer multas más que considerables.

Por eso hablamos siempre de la cadena alimentaria. Porque hay eslabones que saben mucho de estrangular.

Gustavo Duch
Gustavo Duch

Coordinador de la revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas. Autor de libros como Lo que hay que tragar, Alimentos bajo sospecha, Sin lavarse las manos y Mucha gente pequeña.

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