“Hijo de padre campesino, campesino debía quedarse”, dice la obra teatral La casa pairal: drama en tres actes y en vers, de Silvestre Molet y Antoni Ferrer Codina. Una verdad como un templo, viendo la despoblación del mundo rural y la atracción inagotable por el erotismo de las ciudades de piel maquillada y corazón podrido. Afortunadamente, si podemos extraer un rayo de luz de una pandemia imparable, es el reencuentro con el origen de las cosas bien hechas, con la elaboración de los alimentos bien acabados.
Sin caer en la romantización del oficio, el hecho que de repente unos cuantos jóvenes perciban el campesinado como una opción de vida llena nos tendría que llenar de alegría. Vivir con dignidad como campesino o campesina ha hecho mella entre chicos y chicas cansados de medias mentidas, poderes fácticos con el culo pegado a la silla del despacho y la precariedad laboral disfrazada de oportunidad sexi. Ahora bien, los jóvenes que quieran ser campesinos tendrán que tener muy claro que están atados de pies y manos. Por muy hijo de padre campesino que sean. El motivo hay que buscarlo en las galeras que hacen mover la rueda inmensa del sector agrario y ganadero. Un sector que, desgraciadamente, recibe a los valientes recién llegados con una torta con la mano abierta.
Pero vamos por partes. Hay un abismo de reproches y heridas abiertas entre la imagen bucólica de un anuncio de televisión de una marca de leche industrial donde se ve a un ganadero acariciando las mejillas de una vaca mientras le canta una nana, y las dificultades de un joven emprendedor para sobrevivir con una pequeña explotación de animales. Un abismo cada vez más oscuro fomentado por el gran desconocido de todo este entramado: los integradores. Porque ya es hora de denunciar lo que muchos campesinos no pueden decir por miedo a morder la mano que les da de comer: el obstáculo principal para que la juventud se meta a campesino con libertad son los integradores.
Aunque se escondan detrás del sistema capitalista, los integradores tienen cara y ojos. Son antiguos pienseros que monopolizan el sector descaradamente. La metodología para hacerse los jefes del lugar es muy perversa. Estos cuatro empresarios intocables, porque son cuatro contados con los dedos de una mano, ceden los animales y el pienso al joven que quiere hacer de ganadero para que cuide bien la explotación. A cambio, el campesino recibe una cantidad de dinero por cada animal vivo que se comercializa con garantías. Este sistema se sigue con cerdos (hay que pensar que hay más cerdos que personas en la península Ibérica), vacas, terneros o pollos. Esto se llama “engorde en integración”, un sistema muy antiguo que hace funcionar el sector primario desde mucho antes que Jordi Pujol perdiera el pelo y la cordura como político. Un dato aterrador aportado por los amigos de Mercat Arrels: “La ganadería industrial ha hecho desaparecer el 75% de las granjas”.
La cuestión es que el sector agrario catalán, español y europeo ha acabado en manos de estos poderosos integradores que controlan la mayoría de explotaciones. ¿Por qué? Porque son los amos de la tierra. Como muy bien dice Marta Roger, carnicera durante más de quince años y fundadora de la iniciativa La Païssa para agrupar a pequeños productores, hace muchos años que, para poder tener una granja de explotación, se necesita vincular la tierra a los animales. Es decir, no se puede tener una cosa sin la otra. La gran trampa es que los integradores son los propietarios de casi toda la tierra en Catalunya. Y esta tierra, evidentemente, está vinculada a sus animales. Por lo tanto, una persona joven que quiera entrar en el oficio de campesino, no solo tiene que luchar contra las dificultades propias del sector agrario y ganadero; además tiene un pequeño gran inconveniente: no tendrá tierra propia aunque quiera, porque toda está ocupada por los integradores si no ha heredado tierras de su padre o madre.
Para ilustrar todo este follón histórico, Ramaderes de Catalunya ha confeccionado un gráfico para intentar explicar la interminable burocracia que tiene que cumplir cualquier pastora para tener cabras y vender sus productos, según el reglamento vigente. Papeleo que favorece a los integradores y que quita tiempo a las pastoras para dedicarse con cuerpo y alma a su granja.
Este mismo sistema se aplica con pequeñas variaciones en el mundo del pollo. La diferencia es que los integradores aquí son propietarios de los mataderos o están asociados al propietario del matadero. Así pues, si eres un joven autónomo con tu propia granja de pollos, seguramente podrás llevar a los animalitos a un matadero para comercializarlos, pero te costará lo que no está escrito encontrar uno que no esté vinculado a algún integrador. Es decir, el campesino novel que cría vacas, terneros, cabras, cerdos o pollos tendrá que ser muy consciente que tarde o temprano tendrá relación con un integrador o sufrirá con los largos tentáculos pegajosos de algún integrador que no quiere que nadie estorbe.
Es muy doloroso de admitir, pero el joven que esté decidido a querer ganarse la vida dentro del sector agrario o ganadero sin depender de los integradores tiene que saber que ahora mismo es casi imposible, por no decir que es una heroicidad. Y si no, ¿por qué en tiempo de coronavirus los integradores dejaron abandonados a los campesinos y ganaderos cuando tenían todos los congeladores llenos de excedentes? ¿Por qué miles de pollos acabaron estrangulados sin que su muerte tuviera como finalidad alimentar a la ciudadanía?
Hay que buscar las respuestas entre las prácticas de las grandes cadenas de supermercados y los restaurantes de comida basura. Hablando en plata, ahora mismo los pequeños productores unidos haciendo fuerza son el enemigo número 1 de los integradores y los supermercados. Si todo el marketing positivo de los pequeños productores, como por ejemplo la función de cortafuegos en posibles incendios o la sostenibilidad para mejorar el ecosistema, tuviera un altavoz para llegar al gran público estallaría a la línea de flotación de los grandes supermercados, que juegan con el viento a favor de los integradores.
¿Cómo sería un mundo sin cadenas de supermercados y con cooperativas con alimentos provenientes de la ganadería extensiva y la agricultura ecológica? La única certeza es que, a veces, cuando estás tan expuesto es natural que el miedo te venza, te tragues el orgullo y sigas con tu sueño roto de vivir del campo, a pesar del peaje de por vida de los malditos integradores. “Me da rabia ver tierras de cultivo abandonadas y las dificultades que tenemos para acceder a la tierra. Me avergüenza ver como los niños celebran los cumpleaños en el McDonald’s. Me preocupa ver cada día tractores más grandes y menos manos que trabajan la tierra. Me indignan las cadenas de distribución abusivas, y que me continúen liquidando la fruta a míseros céntimos de euro y verla quintuplicada en el mercado: esto se llama no tener escrúpulos”, dice el Comando Forquilla Ganivet en el excelente artículo “Soc pagesa“ (‘Soy campesina’).
La sensación de fragilidad de los campesinos se multiplica por mil entre los jóvenes que quieren empezar a vivir dignamente del oficio. Si levantan la cabeza y miran detenidamente, pueden ver un techo por encima de las nubes que hacen sombra en su granja. “Salgo de la casa y la estructura ya no aguanta. Eres tú quien me ha colgado aquí arriba. Ahora no me dejes caer como a un animal”, cantan Anímic como quien intenta hablar sin éxito con el integrador, cubierto con pasamontañas para no ser descubierto.