Desde que nacemos, nos dicen que hay que beber mucha leche y consumir productos lácteos para crecer sanos y tener huesos fuertes. Incluso hoy en día, a pesar de que existen diferentes visiones alimentarias y mucha información respecto al tema de los lácteos, todavía mucha gente duda de si tendrá suficientes nutrientes si no consume. Les diría que lo importante es informarse bien y saber que cada caso particular es único, y que es más importante aprender a escuchar al cuerpo e interpretar sus señales tanto físicas como emocionales. Entre todos los animales salvajes, la leche se reserva para los recién nacidos, y ningún otro animal toma la leche de otro animal. Pero esto no significa que el ser humano esté mal porque consuma lácteos; los humanos hacemos muchas cosas únicas en nuestra especie.
Hay teorías que hablan del efecto energético de los lácteos como generadores de dependencia y apego; como una prolongación emocional del vínculo con la madre. ¿Será entonces un alimento que nos recuerda a nuestra emoción primera, esa que tuvimos al alimentarnos del pecho de nuestra madre? Seguridad, protección, calor, amor… ¿Esa necesidad unida a la presencia de una sustancia llamada casomorfina en los derivados lácteos como los quesos podría ser lo que a veces hace que recurramos a ellos para relajarnos? Según la medicina china, el consumo de lácteos (¡de calidad!) específicamente podría ser beneficioso para las personas débiles y delgadas con una tendencia a la sequedad; sin embargo, según esta visión, la leche resultaría indigesta cuando hay problemas de mucosidades o digestiones difíciles. Lo importante sería pensar que la leche y sus derivados no deberían ser el ingrediente principal de la dieta, sino un complemento, siempre y cuando los toleremos bien y sean de buena calidad.
Si hacemos un poco de recorrido histórico de nuestra relación con la leche, es similar a la de otros mamíferos: es decir, un alimento imprescindible durante los primeros años de vida de las crías hasta que eran más o menos independientes de la madre. Después, los niños abandonaban el pecho para comer como el resto de la tribu y dejarlo libre para nuevos bebés. Para ello, la evolución favoreció el apagón del gen que produce la lactasa, la enzima intestinal que permite digerir la lactosa. A partir de ese momento, beber leche suponía ganarse un dolor de estómago o incluso una peligrosa diarrea. Pero, al final de la última glaciación, los humanos poco a poco fueron seleccionando los animales más dóciles para comer su carne, utilizar su piel o, al cabo de un tiempo, aprovechar su leche. Y aunque el organismo de aquellas personas aún no podía digerir aquel alimento para crías, se dieron cuenta de que, cuando se fermentaba para convertirse en yogur o queso, mantenía sus propiedades nutritivas sin dar problemas digestivos.
¿Qué es la lactasa?
Para digerir la lactosa (azúcar de la leche) necesitamos una enzima que se llama lactasa y que se encuentra en el intestino delgado de los bebés. La lactasa descompone la lactosa en glucosa y galactosa, sustancias que son asimilables por nuestro organismo. Su única función es poder digerir la lactosa de la leche materna, ya que la mayoría de las especies de mamíferos experimentan una disminución importante de esta enzima tras el destete. En los humanos, la actividad de la lactasa se va reduciendo a partir de los dos años y va perdiendo su actividad en la edad adulta. ¡Es, por lo tanto, un proceso natural!
¿Qué significa ser intolerante a la lactosa?
No parece entonces razonable que llamemos “enfermo” o “paciente” a alguien que tiene intolerancia a la lactosa. Más del 75% de la población mundial digiere mal o no digiere la lactosa en la edad adulta. Los síntomas de una intolerancia solo se manifiestan a nivel digestivo y suelen causar dolor abdominal, diarrea, defecación explosiva, náuseas, meteorismo o distensión abdominal (sensación de barriga muy hinchada y llena de aire). El diagnóstico se realiza mediante test específicos en sangre, estudio genético, biopsia intestinal o test de hidrógeno espirado. Existe una rarísima forma de intolerancia congénita a la lactosa o una ausencia total de lactasa; si un bebé se diagnostica como intolerante a la lactosa, se trata de la intolerancia secundaria, que se puede dar en contadas ocasiones y aparece cuando el intestino se daña por una enfermedad (una diarrea grave, una celiaquía, algunos parásitos como la Giardia lamblia…).
¿Qué pasa cuando no se digiere la lactosa?
Cuando se consumen alimentos con lactosa si no se tiene suficiente enzima lactasa, no pueden ser digeridos en el intestino delgado y pasan al colon, donde las bacterias intestinales la someten a un proceso de fermentación y se liberan gases como el hidrógeno, dióxido de carbono y metano, así como ácido láctico.
La malabsorción de la lactosa también actúa como agente osmótico, lo que hace que se acumulen agua y electrolitos en el intestino. La consecuencia es hinchazón, flatulencias, dolor abdominal y diarrea. Es una respuesta del organismo a algo que no considera natural.
¿Dónde se esconde la lactosa?
Hay personas que no soportan la más mínima traza de lactosa, mientras que otras pueden tolerar pequeñas cantidades. Estas pueden consumir lácteos en poca cantidad sin molestias digestivas. Aunque la leche de otros animales también contiene lactosa, por ejemplo, de cabra, búfala o burra, algunas personas las toleran mejor; incluso algunos tipos de quesos curados tienen cantidades muy bajas. Los yogures también son mejor tolerados gracias a su contenido en bacterias probióticas. En cuanto a la leche, hay que saber que la leche descremada contiene más lactosa que la leche entera. Pero el problema de ser intolerante a la lactosa no son solo los lácteos; la industria alimentaria utiliza con frecuencia lactosa como aditivo y se encuentra en muchos alimentos procesados (charcutería, bollería industrial, pan de molde, sopas preparadas, espesantes, barritas energéticas, carne picada, helados, incluso se añade a algunos medicamentos). Así que, si sospechamos o sabemos que somos intolerantes, deberíamos leer bien la lista de ingredientes de los productos antes de comprarlos y hacerlo en sitios con garantía como Smartfooding. En ciertos casos y ante la duda de que nos den “lactosa por liebre”, los complementos alimenticios de lactasa pueden ser una buena solución.
¡La alergia a la lactosa no existe!
Cada vez es más frecuente que la gente acuda a la consulta para averiguar si tiene “alergia a la lactosa”, ya que la leche no le sienta bien. La mayoría de las veces se trata de una alteración a nivel intestinal que produce una intolerancia a la lactosa, no una alergia. Diferenciarlas y diagnosticarlas no es complicado y puede mejorar mucho la calidad de vida.
Alergia a la proteína de la leche
La leche y, en general, los lácteos contienen dos proteínas: la caseína y la gammaglobulina bobina, que son altamente inmunogénicas; lo que significa que generan una mayor demanda al sistema inmunitario y lo llegan a agotar, lo que lo convierte en más vulnerable. Estas proteínas difíciles de digerir son absorbidas en el flujo sanguíneo y pueden contribuir al desarrollo de enfermedades autoinmunes. Siempre que decimos que una persona es alérgica a la leche significa que existe una alteración de su sistema inmunitario, de manera que este reacciona contra las proteínas que componen ese alimento. Suele afectar sobre todo a niños muy pequeños y sus síntomas pueden ser muy variados; hasta puede llegar a implicar a diferentes órganos y puede producir reacciones muy graves.
Los síntomas que se dan con mayor frecuencia en una alergia son:
- Cutáneos: tipo urticaria, granitos, piel enrojecida o incluso inflamada.
- Digestivos: picor en lengua, paladar o garganta, diarrea, sangrado en las heces, dolor abdominal, reflujo e incluso rechazo de las tomas en los niños muy pequeños.
- Respiratorios: picor de nariz y ojos, estornudos, mucosidad, lagrimeo, dificultad respiratoria.
- Anafilaxia/choque anafiláctico: síntomas generales graves que pueden llegar a desencadenar la muerte.
El diagnóstico lo realiza el médico alergólogo mediante pruebas específicas en piel y sangre y, en ocasiones, también puede ser necesaria una endoscopia con biopsia a nivel digestivo. En el caso de ser alérgico a la proteína láctea, con una mínima ingesta, aunque sea de trazas, se podría desencadenar una reacción muy grave; de ahí la importancia de una dieta estricta exenta de cualquier tipo de producto lácteo. Actualmente, la legislación obliga a que todos los productos que contengan en su composición proteína de leche lo lleven impreso con claridad dentro de los ingredientes. En cualquier caso, el mejor tratamiento es la prevención; pero si por error se ingiere algún tipo de derivado lácteo, la persona siempre debería de llevar consigo adrenalina autoinyectable para tratar y revertir una posible reacción grave.
¿Qué pasa, entonces, con el calcio?
El calcio de los lácteos de calidad se absorbe en un 32,1%; el del brócoli se absorbe en un 61,3%; el de la coliflor, en un 68,6%; el de la col rizada, en un 49,3%, y el del sésamo, en un 20,8%. También debemos tener en cuenta cómo influyen la sal y azúcar en la absorción del calcio: el consumo excesivo de sal incrementa la excreción urinaria de calcio. En España, en treinta años, el consumo de azúcar se ha multiplicado por trece (especialmente con las bebidas azucaradas) y su consumo reduce la densidad ósea e incrementa el riesgo de fracturas. Además, tomar azúcar aumenta los niveles de cortisol, hormona asociada al deterioro óseo.
Si nuestra motivación para tomar lácteos es obtener calcio, no olvidemos que los herbívoros se alimentan de pastos, y que, justamente en el reino vegetal y concretamente en las hojas verdes mezcladas con semillas de sésamo, algas y ligeramente salteadas, tenemos un buen aporte de calcio biodisponible. También encontraremos un importante contenido de calcio en las algas hiziki, semillas de sésamo negro o almendras. No debemos olvidar, además, que para metabolizar el calcio es necesaria la vitamina D, que la obtendremos de la exposición al sol o por medio de alimentos secados al sol; ni tampoco que el ejercicio físico acompañado de respiraciones conscientes es imprescindible para una buena salud ósea. Si tomáis lácteos, procurad que siempre sean de procedencia orgánica, de animales de libre pastoreo, sin hormonas, ni antibióticos. También, podéis tener en cuenta los licuados vegetales y los productos con sello veganos de calidad, que pueden satisfacer muy bien la necesidad de consumir productos lácteos que aporten emociones de cariño y protección.