Rosa y Àngels, de Can Costa, lo cuentan con una sonrisa, pero verlas y escucharlas solo produce preocupación. En la entrada de su pueblo, dicen, hay unas máquinas grandes y ruidosas que excavan y ahuecan el terreno. Entran y salen cargadas de escombros, tierra y materiales. ¿Qué ocurre? ¿Un polígono, una urbanización o un parking destruyendo el entorno? Podría ser, pero esta vez es algo peor: se trata de la construcción del cuarto supermercado en Sant Antoni de Vilamajor, un pueblo de seis mil habitantes al pie del Montseny, en la provincia de Barcelona.
Las grandes superficies en estos pueblos medianos y pequeños, como ha ocurrido con los barrios de las ciudades, son mortales para el comercio local. Primero desaparecen los pequeños colmados con los alimentos envasados o los productos de limpieza; poco después, las tiendas especializadas, como las pescaderías, la tocinería o la carnicería, como la de ellas dos, y, finalmente, la panadería, la verdulería y, solo se salva, si acaso, la farmacia, la peluquería y poco más. Pero la destrucción del comercio local no es solo la pérdida de unos medios de vida, es parte de un ataque contra las formas de vida de los pueblos; el más evidente, la costumbre de ir de tienda en tienda para las necesidades del día, donde las esperas se convierten en el espacio vital de conversación y el compartir fundamental para agrupar una comunidad. Los ataques más sutiles se agrupan en una sola palabra: uniformización. Se comerá lo mismo, se vestirá igual y se pensará idéntico.
Las cifras son definitivas. En Catalunya, al menos la mitad de las compras se hacen en solo tres empresas de la gran distribución. Grandes, rígidas e impersonales. En Vilamajor, más de doce pequeños comercios regentados por, entre otros, Rosa, Àngels, Isabel, Consol, Jordi, Montse, Maite y Marta y buena parte del pueblo, contraria a este supermercado, están temblando. Por eso, necesitan apoyo.
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