El universo de los lácteos está repleto de falsos mitos y de exageraciones. Desde pequeños, se nos explica lo necesaria que es la leche de vaca y sus derivados y la pirámide nutricional nos recomienda la ingesta de tres raciones de lácteos al día para cubrir nuestras necesidades de calcio. Incluso parece que sin ellos los niños no puedan crecer sanos y los adultos estén destinados a fracturarse los huesos por falta de densidad ósea.
Tan alta es la consideración de los lácteos que incluso algunos vegetarianos convencidos de que la carne no es imprescindible para mantener una dieta sana y equilibrada se resisten al veganismo por miedo, entre otras cosas, a la falta de calcio.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad: como explica la nutricionista Lucía Redondo en el artículo “Los lácteos, a estudio”, los lácteos no son necesarios para nadie, cuestan de digerir, no son los alimentos más ricos en calcio como popularmente se cree, ni los que proporcionan el calcio de más fácil absorción. Al contrario: el calcio de los lácteos se absorbe tan solo en un 32,1%, mientras que el del brócoli, por ejemplo, se absorbe en un 61,3%. Por no mencionar la cantidad de materia grasa, de aditivos y de sal que llevan muchos quesos o los potenciadores de sabor y el gran surtido de azúcares y edulcorantes que se añaden a muchos yogures industriales (también a los desnatados).
Por cultura gastronómica, la mayoría de nosotros asociamos los lácteos al desayuno y a la merienda en forma de leche, batidos, smoothies, helados, etc., a los postres en forma de queso, de yogur (o derivados), de nata o de pasteles, y a las salsas y a las cremas de verduras en forma de crema de leche o nata para cocinar.
Si bien es cierto que los lácteos juegan un buen papel como complemento en la cocina por el sabor, la textura y la consistencia que pueden aportar a muchos platos, también son condimentos poco saludables que acostumbran a provocar digestiones más pesadas, alergias e intolerancias alimentarias, mucosidad o acné, entre otros inconvenientes.
Pero, ¿es posible prescindir de ellos y conseguir texturas cremosas y ligeras, además de un apetitoso sabor? ¡Sí! Basta con combinar bien alimentos que ayuden a espesar los platos (como el aguacate o los frutos secos) o bien añadir cremas de cocina vegetales.
¿Qué cremas vegetales puedo utilizar?
Las cremas vegetales son una buena alternativa a la nata de la cocina convencional y se pueden utilizar para cualquier tipo de plato: en cremas, batidos, postres o incluso para gratinar, como sustitutas del queso o de la bechamel.
Pero cuidado: si queremos una crema vegetal lo más sana y lo menos procesada posible, tenemos que leer las etiquetas y escoger aquella marca biológica de confianza que nos garantice que los cereales o ingredientes utilizados son de alta calidad (por supuesto, que no sean transgénicos), y que no esté repleta de azúcares o de sal, potenciadores de sabor o espesantes poco saludables. En general, tenemos que huir de aquellos preparados con un sinfín de ingredientes que no sabemos qué son y que no podemos ni pronunciar.
La italiana Isola Bio, por ejemplo, ofrece un buen surtido de cremas vegetales para cocinar sin lactosa y sin colesterol:
Podemos escogerlas en función de nuestro paladar, la densidad que necesitemos, la combinatoria alimentaria con la que queramos mezclarla y nuestras necesidades específicas (con o sin gluten, por ejemplo). Todas tienen un delicado y delicioso sabor y su cremosa textura te resultará ideal para preparar cualquier tipo de plato 100% vegetal, desde cremas, batidos o postres hasta salsas, quiche e incluso pizzas. Además, son perfectas para aquellos que siguen una dieta baja en grasas.
En España, están distribuidas por Qbio y podréis encontrarlas en herbolarios y tiendas especializadas.
¡Buen provecho y feliz digestión!