El fisiólogo evolutivo Robert Dudley, lleno de curiosidad por la fuerte atracción que han sentido los humanos por el alcohol a lo largo de la historia, descubrió que los primates podían metabolitzar el alcohol de las frutas fermentadas de manera natural. Por si este descubrimiento no fuera bastante sorprendente, en el libro The Drunken Monkey, Why we drink and abuso alcohol (UC Press 2014) demuestra que los seres humanos y sus parientes primates sentían la misma atracción por el olor del alcohol. ¿Por qué? Porque el alcohol indicaba la presencia de fruta llena de energía en nuestra historia evolutiva en común. Puro instinto animal de supervivencia.
Esta tolerancia al alcohol permitió a los simios sobrevivir por encima de otras especies animales que no metabolizaban el alcohol. Es un enfoque bien extraño, pero el alcohol hizo a los simios más resistentes y, consecuentemente, también los hizo algo más humanos. Y sí, también más débiles. Ironías de la vida, con los últimos coletazos del coronavirus, hay argumentos de peso para creer que la prohibición del consumo de alcohol puede centrar el debate más conservador del sector salud y alimentación durante gran parte del próximo año.
“La prohibición de la venta de alcohol en Suráfrica ha reducido la presión en los centros de atención de emergencia y ha reducido la mortalidad”, dice una de las últimas investigaciones científicas publicadas en el National Center for Biotechnology Information (NCBI). “Animamos a otros estados africanos a seguir el mismo camino y a aplicar restricciones de alcohol como mecanismo para liberar los servicios de salud. Además, esto es un estímulo para presionar en vistas a una nueva normalidad respecto a las ventas de alcohol después de la pandemia. Las restricciones se tienen que centrar en el aumento de los impuestos sobre el alcohol, la limitación de la densidad de puntos de venta, la reducción de los horarios de apertura, la prohibición de la publicidad y el aumento de la edad legal para beber a los veintiuno años”.
Suráfrica no es un caso aislado. Panamá, Groenlandia o Suecia han hecho restricciones similares. Para muchos dirigentes, el alcohol como lubricante social es sinónimo de propagador de la COVID-19. Un motivo más que suficiente para activar una caza de brujas. Esto es lo que se extrae de la nueva ley del gobierno de Indonesia. Si sale adelante la propuesta, sostenida por intereses religiosos de la mayoría islámica, beber alcohol en el país del sudeste asiático será perseguido como un acto criminal. No es ciencia ficción: a prisión por un vaso de vino. Ni la teoría del mono borracho serviría de atenuante.
En Estados Unidos, decenas de columnas de opinión han vertido ríos de tinta sobre la Ley seca 2.0 en los medios de comunicación. Alertados por las ventas de alcohol, disparadas hasta un 55% durante el pico del confinamiento, el doctor Peter B. Bach escribía en The Boston Globe que “la violencia doméstica parece que aumenta y los estados tienen que cerrar las licorerías hasta que el aislamiento doméstico ya no sea necesario”. Un borracho puede ser un personaje gracioso que siempre dice la verdad como los niños, pero cuando el sueño de la razón produce monstruos, un borracho puede pasar a ser un maltratador y un foco de contagio del coronavirus. Una bestia feroz inmunda que puede justificar el sacar adelante cualquier restricción por incongruente que parezca.
Cuando menos, algunos piden aprovechar la ocasión para modificar las etiquetas de las botellas, y que alerten de una vez por todas de la clara relación entre alcohol y cáncer. “Menos de la mitad de los norteamericanos saben que el alcohol es carcinógeno. Y el gran lobby del alcohol quiere que siga así”, titula uno de los artículos más comentados en The Counter, en referencia a la desinformación de la industria licorera, que quiere ocultar un vínculo médicamente irrefutable.
Criminalizar a productores, distribuidores, vendedores, compradores y consumidores de bebidas alcohólicas es injusto y perverso, pero no entender que prohibir algo no garantiza que desaparezca es de necios. Lo sabe bien el gobierno de los Estados Unidos, que perdió voluntariamente unos 11.000 millones de dólares en ingresos fiscales por el alcohol durante la era de la prohibición y multiplicó el mercado ilegal de la mafia con alcoholes adulterados. Porque entender el grave problema del alcoholismo no exige vaciar los vasos y hacer añicos todas las botellas contra la pared. Cualquier enfoque punitivo amplifica los daños asociados al consumo de alcohol y no ayuda a buscar una solución desde un punto de vista más humanístico y sociológico.
En estas fiestas navideñas, con las restricciones de un máximo de diez personas durante las reuniones familiares no podré explicar a mi tío lejano la teoría del mono borracho. Por otro lado, él tampoco obsequiará a la familia con su borrachera políticamente correcta. Adiós al vasito de vermut con la aceituna, a la mezcla sin criterio de vinos blancos y negros, a la copa de champán con el polvorón y al chupito de digestivo porque “un día es un día”. Bien, poder lo podrá hacer, pero mi tío estará encerrado a cal y canto en arresto domiciliario. Y ya sabemos que esto de pimplar a solas hace ver fantasmas allí donde se esconden los recuerdos mal digeridos.