Históricamente, el precio de origen y el precio de destino del alimento fresco siempre ha empequeñecido el margen de maniobra del más débil. Agricultores y ganaderos han aceptado la pérdida de un poquito de su patrimonio con cada camión que se iba hacia el matadero o al supermercado redondeando el precio final de la transacción. Por poner un par de ejemplos significativos, un productor de ajo cobraba el kilo a 0,82 euros durante el mes de enero de 2020, mientras que el señor del supermercado lo vendía a 5,36 euros. O un productor de patata cobraba el kilo a 0,17 al distribuidor, mientras que en el supermercado se vendía a 1,25 euros, con una diferencia porcentual entre origen y destino del 635%.

incremento precio de verdura

Por si fuera poco, en el peor momento de la curva de la pandemia del coronavirus, las frutas y las verduras han registrado un nuevo incremento de hasta un 46%, según el informe realizado por la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG). Aunque se niegue sistemáticamente desde las altas esferas políticas, en el mes de enero un kilo de zanahorias costaba 0,99 y, por arte de magia, el mismo kilo de zanahorias pasó a 1,25 euros en el mes de abril, cuando las colas para acceder al supermercado eran largas y se exigía un ejercicio de responsabilidad a toda la sociedad. Irónicamente, el consumidor ha pensado como el agricultor o el ganadero. “Solo son unos céntimos de más”.

Unos céntimos de más que hacen cada día más ricos a los reguladores de los precios. Unos agentes que mueven los hilos en la sombra y que son los grandes desconocidos de todo este entramado. Y es que lógicamente los precios varían según oferta y demanda, pero hay factores colaterales que no tenemos en cuenta cuando llenamos el carro de la compra. Las empresas de distribución defienden que no están subiendo los márgenes, pero la falta de mano de obra en el campo conjuntamente con los problemas de abastecimiento de materias primas y el coste de la logística del transporte, han pasado factura al ticket final. Por este motivo y muchos otros, seguir una dieta saludable, fresca y de temporada en tiempos de coronavirus es más caro que seguir esta misma dieta a finales de 2019. 

Una subida incomprensiblemente aceptada que no ha afectado por igual a los alimentos procesados. En estos días extraños, en el supermercado se puede hacer una comparativa sobrecogedora. Un kilo de berenjena fresca cuesta 2,51 euros y una lasaña con berenjena congelada de un gran grupo alimentario cuesta 2,50 euros. Poner y sacar del horno y listos, sin querer aceptar que este céntimo de diferencia ilustra la perversidad de los precios falsos de los alimentos. Un fenómeno que, afortunadamente, se empieza a estudiar en las altas esferas de la comunidad científica.

Los precios de lso productos frescos suben durante el confinamiento

Este pasado mes de abril, la última publicación Nature Food incluía un editorial sin firmar sobrecogedor. The true cost of food (‘El precio real de la comida’) es revelador porque por primera vez apela directamente a los científicos especializados en alimentación como agentes implicados en este guirigay. El texto empieza fuerte ya de buenas a primeras: “Los precios que reflejan mejor los costes ambientales de los alimentos pueden promover prácticas de consumo y producción más sostenibles. La comunidad investigadora juega un papel fundamental en la construcción de un marco para la implementación de costes reales”.

Es decir, la mayoría de los impactos ambientales de la producción y el consumo de alimentos no se valoran económicamente y, por tanto, no se notan en el bolsillo. Si un kilo de carne de ternera de Brasil o un kilo de soja de Bolivia llega a nuestro territorio tiene un precio estipulado por los mercados internacionales, pero no hay ningún organismo regulador que añada un canon adicional a estos dos alimentos por el coste medioambiental que ocasionan en la deforestación de la selva amazónica, los gases contaminantes de los animales a la capa de ozono, el transporte en avión o la desaparición de cultivos ancestrales en favor de monocultivos transgénicos.

Son dos ejemplos internacionales, pero la misma lógica sirve para cualquier alimento poco saludable producido a gran escala en nuestro país. No nos engañemos, no es ninguna novedad certificar que los alimentos que más contaminan el planeta son también los menos recomendables para nuestra salud. Pero ¿y si cada alimento poco saludable incorporara la huella ecológica en la etiqueta del precio final? ¿Cambiaría radicalmente nuestra dieta con una acción tan revolucionaria? ¿Sería una buena manera de minimizar el desajuste histórico entre quien provoca contaminación y quien paga por adquirir este alimento?

¿Y si cada alimento poco saludable incorporara la huella ecológica en la etiqueta del precio final?

“Es lo que los economistas llaman costes ocultos”, prosigue el editorial de Nature Food. “La diferencia entre el precio de mercado de los alimentos y su coste global para la sociedad”. Ellos lo llaman costos ocultos porque no pueden decir precios falsos. Y es que estos precios falsos siempre favorecen a los malos de la película. Está claro que es muy complicado cuantificar el aumento concreto que implicaría en el coste final, pero si estamos siendo capaces entre todos de poner un semáforo nutricional a cada alimento para alertar de los peligros para la salud de una mala alimentación, ¿no podemos exigir lo mismo por el bien de la salud del planeta?

La desertificación es un hecho, y la falta de agua, un problema grave. “Calcular precios reales conlleva retos técnicos, como saber qué impactos hay que tener en cuenta, como valorar adecuadamente valores intangibles y como atribuir los impactos a las mercancías a lo largo del tiempo”. Un reto nuevo que habrá que exigir a la comunidad científica a corto plazo, porque si no se equilibran los costes reales de los alimentos, se multiplicarán los fracasos del sistema alimentario con prácticas de producción pobres que fomentan residuos, agravan la contaminación y disocian aún más el consumo de la producción. Una problemática que se multiplica en un mundo donde las diferencias socioeconómicas entre ricos y pobres son un muro cada vez más visible. Y no queremos que los ricos monopolicen la comida fresca, saludable y de temporada, ¿verdad?

Volviendo a los conceptos económicos, el Índice Big Mac es una manera informal de medir la paridad de poder adquisitivo entre dos monedas. Con 50 dólares puedes comprar 30 Big Mac en la India, mientras que en Noruega solo comprarías 7. La brecha de 23 bocadillos de comida rápida marca la diferencia real del coste de la vida en un país y otro. Pues bien, ahora imaginemos un Índice Eco aplicado al daño medioambiental. No se puede prohibir a nadie que deje la comida basura, faltaría más. Pero quien quiera seguir una dieta menos saludable debería aceptar pagar un costo (real) más alto y, consecuentemente, tener mucha más facilidad económica para decantarse por la compra de frutas y verduras locales de temporada. Suena muy radical, pero tocando el bolsillo se toca más fácilmente la conciencia.

Una campaña de Justicia Alimentaria pone el dedo en la llaga. “Solo con una nueva política fiscal alimentaria que aplique un IVA del 0% a los alimentos saludables y del 21% a los alimentos insanos podremos asegurar el acceso a una alimentación saludable básica para todos”, dicen sus promotores tras leer un dato aterrador: “El 45% de la población no puede permitirse una alimentación saludable básica”. Dependerá precisamente también de los científicos, que ya han empezado a abrir los ojos, poder presionar con la ciencia como bandera y establecer el IVA del 0% para ganar la lucha a los precios bajos de los alimentos insanos.

“El coste real ofrece a los investigadores la oportunidad de tener un papel más protagonista. En lugar de hacer evaluaciones a posteriori, los estudios exploratorios podrían señalar formas de operar con éxito y orientar el debate hacia una dirección constructiva. Está por ver si los investigadores serán más proactivos y pondrán su granito de arena para reducir la brecha con los responsables políticos; lo que es cierto es que los ‘precios falsos’ no se pueden mantener durante más tiempo”, sentencia Nature Food con acierto.

Marc Casanovas
Marc Casanovas

Periodista I Food Storyteller | Ex Bulliniano y editor en PlayGround Food

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