Observad la fotografía adjunta; estamos en una de las primeras “ciudades vacuna” levantadas en China, concretamente sobre la montaña Yaji, al sur del país. Las vistas que ofrecen estos edificios deben de ser magníficas, ahí en la cima de la montaña “sagrada”, y es que sus promotores ofrecen exclusividad y muchas garantías para evitar cualquier tipo de epidemia, de estas que ahora nos acorralan.
Os explico cómo funcionan, para que no os creáis que os estoy contando un cuento chino. Aunque os parezca, así a simple vista, un espacio muy pequeño, la ciudad (en continuo crecimiento) consta actualmente de cuatro grandes edificios, algunos de seis pisos, otros de nueve y el próximo será de doce. Algunos pisos están dedicados solo a servicios compartidos, otros son viviendas que permiten alojar hasta a 1.300 individuos, de forma que su ocupación actual es de unos 28.000 seres vivos, casi como toda la ciudad de Teruel, solo que un poco más hacinados.
Sus instalaciones son de primer nivel con, por ejemplo, un sistema climático con aire filtrado y aire acondicionado que se proyecta por el suelo. Para evitar la llegada de ningún germen, a las visitas se les hace permanecer tres días de cuarentena en unos apartamentos específicos a un kilómetro de esta ciudad. A las personas trabajadoras que atienden a los inquilinos también: antes de cada turno de trabajo, pasan dos noches aisladas y, durante su jornada, se desinfectan varias veces en duchas y otros sistemas.
Resulta muy llamativo, cual distopía, la fórmula que se utiliza cuando existe algún fallecimiento. Los edificios constan de un mecanismo que permite evacuar estos cuerpos directamente desde sus pisos, a través de unos bajantes, hasta la planta inferior de cada edificio, que dispone de incineradora propia.
Y es que tiene que ser muy dura la vida en estas viviendas –muriendas, que diría Gloria Fuertes–, de las cerdas que, ahí, inmóviles, echan toda su vida pariendo lechones sin cesar. Animalitos que, una vez destetados, son llevados por ascensores bioseguros a otra planta donde se les engordará con piensos secos mediante mecanismos automatizados para evitar al máximo el contacto con el humano trabajador.
Pensad que en esta ciudad inmunosegura se espera alcanzar la cifra de 840.000 lechones por año, que hace posible que la empresa propietaria, Yangxiang, tenga la capacidad de producir unos de 2, 3 o 4 millones de cerdos al año con pocas hipermegasupergranjas.
Puede ser cierto, como defiende la empresa y la administración china, que este sistema productivo sea más seguro que las pequeñas granjas tradicionales frente a pandemias porcinas (como la peste que en estos momentos ha diezmado la producción en todo el país o como las gripes, que pueden convertirse en zoonosis que afecten a las personas, como es el caso de la H1N1, que en China ya afecta a trabajadores de las plantas), pero también es una evidencia que las condiciones para estos animales son tan lamentables que hacen que su sistema inmunitario funcione a muy pocas revoluciones.
En cualquier caso, no creo que esa sea la discusión. Es solo una muestra más de la estúpida racionalidad económica –esta sí es una pandemia–, que a cualquier pregunta siempre ofrece la misma respuesta: “Más grande será mejor”.
Como predijo Leopold Kohr ahora hace un siglo, aquello que crece más allá de los límites no podrá contener los problemas de sus proporciones desmesuradas. Por mucho ingenio que, soberbios, pensemos que tenemos.