Las tierras fértiles siempre han sido territorios de disputa. En ocasiones, simplemente por su ubicación, pero también pueden despertar otros intereses, como la instalación de infraestructuras, polígonos industriales, aeropuertos o, como estamos viendo actualmente, por la presión de los parques de renovables. O por ser lugar de paso de conductos para el gas (y pienso en Ucrania) o de petróleo (y pienso en las selvas amazónicas o nigerianas). Sin olvidarnos de la colonización turística, que no solo ha usurpado sus tierras, sino que ha desorganizado por completo una cultura de vivir. El subsuelo, más abajo de la capa de humus y lombrices, también es sumamente codiciado si atesora petróleo o minerales.
Aquello que se produce también está sujeto a múltiples presiones. La más grave de todas: la sustitución de cultivos para la alimentación de comunidades y ciudadanía local por cultivos para la exportación. Esta circunstancia es, precisamente, la responsable de la pobreza rural en los países del Sur global, con su pandemia del hambre. Como ya explicó Eduardo Galeano en el capítulo “El Rey Azúcar y otros monarcas”, de Las Venas Abiertas, el cacao, el café o el azúcar despojó a los pueblos para enriquecer a las metrópolis, igual que ahora ocurre con la soja o la palma africana, que hacen más y más ricas a las corporaciones.
Aunque de manera simbólica, preocupan también casos como los que están ocurriendo en la horticultura campesina próxima a la ciudad de Barcelona, donde proyectos apoyados por las universidades y las administraciones están desplazando cosechas de alimentos para dejar sitio a nuevos cultivos con posibles aplicaciones cosméticas, como el del cáñamo.
Intereses de los agronegocios, del sector energético, del sector minero, del turístico… pero ya ha llegado el competidor imbatible, el más prestigioso de todos, aquel al que la sociedad rinde culto en el más pomposo de los altares. El que no puede faltar en esta sociedad del progreso: los chips de la tecnología. Como hemos podido leer estos días, ha circulado la noticia de que, en Taiwán, que sufre una de sus peores sequías de los últimos cincuenta años, han tenido que decidir entre dedicar el agua para el riego de sus cultivos, como el arroz, o dedicarla a la industria de semiconductores. —Y no hay color —han dicho los dirigentes, y se ha suspendido el riego de 74.000 hectáreas de tierra agrícola para abastecer empresas que consumen unas 60.000 toneladas de agua al día.
No puedo dejar de pensar en aquella frase, la de “cuando hayamos quemado el último bosque y secado el último río, nos daremos cuenta de que el dinero no se come”, pero no sé si para añadir que la tecnología no se come o para añadir que el progreso nos comerá a nosotros.