Bayer y Monsanto al frente como agujero negro; Dupont, Dow y Corteva con las funciones de satélites en persecución; Syngenta y ChemChina siguiendo el rastro y BASF en un discreto cuarto lugar de privilegio. Recordemos entre todos estos nombres, recordémoslos para citarlos en voz alta a todos aquellos que han perdido la memoria. Ellos –y solo ellos– dominan las semillas de este planeta donde nos ha tocado vivir. Son ellos –y solo ellos– los que han creado la mentira de alimentar al mundo o, mejor dicho, los responsables de abrir el buche del sistema alimentario para obligarlo a tragarse la mercancía sin hambre. Las semillas registradas son lo más parecido a la SGAE del campo, es decir, tienen tatuados los derechos de autor que hay que pagar religiosamente a finales de año. Sin dinero, no hay semilla que valga. Sin dinero, las semillas tienen fecha de caducidad y pasan a ser granos de arena.
En la Europa medieval, el señor feudal disfrutaba del derecho de pernada, el privilegio de violar a cualquier doncella de su dominio. Con la resignación de quien sabe que no podrá cambiar las reglas, el campesino que se casaba con la hija del pescadero cedía su lugar la primera noche de boda, mientras se preguntaba hasta cuando duraría la broma. Hoy en día, nadie se cuela bajo la manta, pero las grandes corporaciones agroquímicas vacían los bolsillos de los campesinos y las campesinas, lo ensucian todo de un tizne que no se va y fomentan deudas y suicidios que las familias callan. Sea por vergüenza o para cobrar el seguro.
En Francia, de todo ello se habla sin pasamontañas. Aquí ni mu.
La buena gente de Diálogos de la Cocina, creadores de un acontecimiento digital interesantísimo organizado bajo la mampara de Basque Culinary Institute y Eurotoques para generar –algo más de– pensamiento crítico alrededor de la comida y la bebida, tuvieron la gran idea de invitar a Dan Barber, cocinero y propietario del restaurante Blue Hill en las afueras de Nueva York, y a Alice Waters, alma mater del restaurante Chez Panisse en Berkeley (California); dos mentes brillantes que han sacudido el ecosistema tradicional del restaurante, un microuniverso regido por unas normas no escritas y unas fronteras invisibles. Como si la voz del cocinero todavía no hubiera aprendido a convivir con la notoriedad mediática, como si la voz del cocinero no se atreviera a reconocer que sin una nueva forma de liderar la estrella se apagará, como si la voz del cocinero que no denuncia la esclavitud de los jóvenes en el engranaje de la cocina no sería mucho mejor que la mala praxis de los señores feudales.
Con una narrativa potentísima, tanto Dan Barber como Alice Waters se abrieron en canal para dejar muy claro cómo tendría que ser el futuro de los restaurantes pospandémicos. Curiosamente, sus discursos circulan en paralelo por una misma vía para tocarse a tientas en dos momentos clave. En primer lugar, los cocineros tienen que evitar que las grandes agroquímicas sigan metiendo sus zarpas en la despensa de los restaurantes; y, en segundo lugar, los cocineros tienen que servir comida como arma inmunizadora para la salud de los comensales. Por imprudencia, desidia o comodidad, los restaurantes que no sigan esta pauta tendrían que desaparecer del mapa. O, como mínimo, salir de las vidas futuras sin mascarilla.
Se puede pensar que queda muy bien de cara a la galería hablar así, pero del dicho al hecho hay un abismo que queda en papel mojado sin una hoja de ruta. Precisamente por este motivo, Dan Barber y Alice Waters aseguran que el único camino para lograr estos hitos pasa porque los cocineros del futuro cierren el trato directamente con el campesino sin intervención de terceros. Es la única manera de hacer prevalecer la hegemonía de la agricultura orgánica por encima de la agricultura que llena la barriga, pero no alimenta. “No me habían pedido nunca que cultivara semillas con más sabor”, le dijo un campesino a Dan Barber, que cortocircuitó.
Conseguir que los criadores de las semillas agroquímicas apuesten por las variedades con más densidad nutricional en lugar de las variedades que eternizan el derecho de pernada es misión imposible. La tarea de los cocineros se tiene que centrar en mimar a los campesinos que cultivan con pasión, pensando en el sabor y no exclusivamente en el rendimiento económico a corto plazo porque, al final del camino, la investigación del sabor será la investigación de la buena nutrición. O así lo cree Dan Barber, que se ha dedicado en cuerpo y alma a la creación de una calabaza, una patata, una lechuga, una avena y un tomate más rico, más sano y más nutritivo. Alimentos que sirve en su restaurante y que ya se comercializan en los supermercados de toda la nación.
En este mundo pandémico, el 92% de las muertes de la COVID tenían condiciones adyacentes, como patologías cardiovasculares, diabetes u obesidad. “Tres patologías relacionadas con la dieta”, certifica Dan Barber. “En muchos sentidos, la vacuna contra la COVID y otras pandemias del futuro tendría que incluir la prescripción de la comida saludable. Y una manera directa de hacer referencia a la dieta es hablar de nosotros, los cocineros.” En definitiva, es un llamamiento al colectivo de la gastronomía para sumar conciencia y restar ego, para asumir responsabilidades inherentes al cargo, como trabajar directamente con la tierra, profundizar en la biodiversidad, defender los ingredientes locales y entender que la receta será deliciosa solo si es buena para el cuerpo, el territorio y todas las almas.
“En Estados Unidos hemos perdido el deseo de cocinar”, asegura Alice Waters, gran veladora de la slow food. “El éxito de mi restaurante es que la gente quede tan satisfecha con lo que ha comido que nos pregunte por el origen de los ingredientes. Desde la producción hasta el plato: esto se llama cocinar sin comprometer la pureza.” Esto se llama aniquilar el derecho de pernada.