En el patio de vecinos escuché una conversación de ventana a ventana en la que se preguntaban, “si a simple vista se pudieran ver los virus, ¿qué veríamos?” Un ejercicio interesante, pensé, y que quise descifrar. Mentalmente aumenté el tamaño del virus hasta que alcanzó los seis o siete centímetros de largo, que lo pudiera coger con la mano. Y entendí lo espantoso que sería ver millones de bichos volando unos junto a los otros, a modo de enjambres gigantescos que, estornudo a estornudo, avanzarían a gran velocidad. A esa proporción, serían unas nubes víricas de varios kilómetros cuadrados avanzando cien o doscientos kilómetros cada día. En mi cabeza había transformado la pandemia en una plaga de langostas.
Las plagas de langostas en estos tiempos de epidemias globales no son solo pasajes bíblicos ni imaginaciones mías. Al contrario, siguen muy presentes y su gravedad debería de abrir los noticiarios. La Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO) ya advirtió el pasado mes de febrero que los enjambres de langostas se están extendiendo peligrosamente en amplias zonas que afectan a Eritrea, Etiopía, Kenia, Somalia, Sudán del Sur, Tanzania y Uganda en África y Yemen e Irán en el Oriente Medio. Cual aníbales cabalgando elefantes, conquistan imparables todas las cosechas que encuentran en su camino, y ponen en riesgo la alimentación para más de veinte millones de personas. El hambre no se detiene con mascarillas; es una enfermedad con remedio pero que, sin solidaridad, es mortal.
Pero es que hasta la globalización nos salió egoísta, colonialista y androcéntrica. Poco nos interesa conocer, aprender y respetar otras culturas y poblaciones; y poco nos interesa conocer, aprender y respetar la naturaleza a la que pertenecemos. De hecho, si fuéramos menos prepotentes y observáramos más, del surgimiento de las pandemias aprenderíamos que no podemos desobedecer las reglas claras y sencillas de la Tierra y que debemos prohibir los monocultivos y las monogranjas.
Si fuéramos menos prepotentes y observáramos más, aprenderíamos que en condiciones de abundancia los saltamontes se reproducen conformando grandes poblaciones y que, cuando llega una crisis brusca por cambios climáticos o sequías, estos pacíficos seres andarines de patas largas enloquecen y se convierten en enjambres de paticortas y devoradoras langostas voladoras. Nos lo explica la epigenética: en pocas horas, un mismo animal es capaz de transformar radicalmente su morfología y su comportamiento solo a partir de cambios ambientales, hasta el punto que, en estas jaurías, a las langostas que se retrasan se las zampan otras más voraces.
Una metáfora del momento actual, en el que millones de seres humanos hacinados en grandes urbes podrían verse obligados a adaptarse a nuevas condiciones ambientales, pues no es imposible que en las estanterías de los supermercados se pueda pasar de la abundancia a la escasez en un abrir y cerrar de ojos. Pero no importa, como dice Christopher Ryan, “civilizados hasta la muerte”.