“Lo que comemos los americanos nos hace enfermar a gran escala, pero a Washington, aparentemente, no le importa”, escriben Catherine Bourdeau y Helena Bottemiller, en un reportaje a cuatro manos publicado en Politico. No es una investigación periodística cualquiera. El texto, titulado “Cómo Washington mantiene a América enferma y gorda”, ha merecido el galardón en el apartado de salud y bienestar de la Fundación James Beard, organización reconocida mundialmente como los “Oscar de la alimentación”.
Acelerando el tiempo del año 2020 con un gráfico que incluye las causas principales de muerte de la población mundial, quedan muy claras dos cosas. La COVID-19 ha hecho estragos en todas las clases sociales y en todas las edades, y la malnutrición sigue siendo un virus inexplicablemente invisible por las autoridades competentes. “No se han molestado en estudiar la relación directa entre dieta y salud, ni siquiera se han preocupado de hacer un seguimiento detallado de la cantidad total de dinero que se dedica cada año a esta materia”, denuncian las periodistas. Porque, en comparación con otras muchas áreas de investigación, la nutrición sigue siendo la hermana pequeña de la investigación científica. No por el excelente trabajo de los nutricionistas, sino por la ceguera patológica de los dirigentes, que no han querido ver que detrás de muchas enfermedades se esconde una dieta deficiente.
Pero pongamos ejemplos concretos. En el año 2018, el Instituto Nacional de Salud americano (NIH) invirtió 1.800 millones de dólares en investigación nutricional. Dicho de otro modo, poco menos del 5% del presupuesto total. El Departamento de Agricultura (USDA) más de lo mismo o todavía peor. En el año 2019 dedicó 88 millones de dólares, poco más del 7% de su presupuesto global, a la nutrición humana. “Esto significa que el año pasado gastaron aproximadamente 13 veces más para mejorar la productividad de la agricultura que no intentando mejorar la salud de los norteamericanos, o a responder preguntas sobre qué tendríamos que comer. La ciencia nutricional se ha convertido en una prioridad tan ínfima que la única instalación oficial para estudios de nutrición controlados se mantiene en suspenso”.
Que no caiga nadie en la trampa de una lectura fácil, el descubrimiento de las dos investigadoras no pretende rascar dinero a la agricultura para traspasarlo a la nutrición. No van por aquí los tiros. Estos datos sirven para destapar las cartas marcadas de una partida manipulada por quien tendría que garantizar las normas del juego. Es una radiografía cruda de cómo la Casa Blanca deja que la nutrición de los norteamericanos agonice con o sin mascarilla y con o sin distanciamiento social. Mientras tanto, el presidente que proclamaba a los cuatro vientos “Make America great again” sigue más preocupado por la salud de McDonald’s o Coca-cola que no por buscar soluciones y rebajar el coste económico para curar las enfermedades derivadas de la nutrición de 328 millones de personas.
Y es que el vacío de publicaciones nutricionales relevantes es un hecho innegable. Un espacio que ha ocupado con diligencia la industria alimentaria, que ha financiado estudios parciales donde cada palabra huele a marketing y donde el conflicto de intereses salpica cualquier conclusión final. “Los estudios dietéticos son la bromita frecuente: un día el café es saludable, al siguiente no; el vino tinto es bueno para el corazón, o quizás no; el queso es una fuente saludable de proteínas y calcio o una sobredosis peligrosa de grasas y sal”, escriben las periodistas galardonadas con uno de los premios más prestigiosos de los Estados Unidos. Es esta ambivalencia la peor amenaza para la credibilidad de la buena nutrición en comparación con la nutrición “patrocinada”.
En definitiva, el gobierno de Trump tiene los recursos, el conocimiento, los profesionales y el dinero para resolver la crisis de obesidad y, inexplicablemente, no se pone manos a la obra. Las malas lenguas han encontrado una teoría convincente: como en Estados Unidos no hay sistema sanitario que valga sin una buena cobertura médica, mucha gente prefiere pasar la enfermedad en casa para no pagar una factura indecente a los servicios de urgencias de un hospital. Por esta razón, y no por otra, las periodistas defienden que la administración parece que quiera más enfermos crónicos y menos personas sanas.
Aquí nos alarmamos cuando oímos esta aberración, sin ser conscientes de que los árboles no nos dejan ver el bosque. Si damos un vistazo a la última encuesta nacional de salud, los datos de la prevalencia de obesidad en adultos no engañan. Desde el año 2001, hombres y mujeres somos algo más obesos cada año que pasa. A pesar de ser un hecho que nos preocupamos más por lo que comemos, esta dedicación de tiempo y energía del ciudadano no va acompañada del apoyo económico para que los científicos puedan descifrar todos los secretos de la dieta que cura en contraposición a la dieta que mata. Y un buen científico sin cobijo económico es como un cerebro sin piernas.
Tal como deja bien claro el Libro Blanco de la Nutrición en España de la Fundación Española de Nutrición, “seis de los siete factores principales de riesgo de mortalidad prematura en Europa (presión sanguínea, colesterol, índice de demasiado corporal, ingesta insuficiente de fruta y verdura, inactividad física y abuso del alcohol) están relacionados con los estilos de vida, especialmente con los hábitos alimentarios (…). Para abordar este problema, tanto la Organización Mundial de la Salud como la Comisión Europea, abogan por un enfoque integrado, con la implicación de las partes interesadas en el ámbito europeo, nacional, regional y local.” ¿Hasta qué punto la implicación a todos los niveles es eficaz? ¿Cómo se gastan el dinero público destinado a la nutrición? Y más importante todavía, ¿quién ha recibido dinero de la partida del presupuesto destinada a la investigación nutricional en los últimos años? Al cierre de esta columna, ni la Agencia Catalana de Salud ni el Colegio de Dietistas-Nutricionistas de Catalunya ni la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición han querido responder a estas preguntas concretas.
La sensación es que más de un político o intermediario con poder de decisión todavía no tiene claro que resolver la malnutrición no implica adquirir hábitos alimentarios saludables. Más allá de excepciones maravillosas como la Fundación Alícia o el Basque Culinary Center, hacen falta más centros de investigación nutricional con vocación social y dinero para estudios rigurosos. Incluso el PREDIMED, seguramente el estudio clínico más prestigioso sobre las dietas del Mediterráneo, tanto en cuanto a la envergadura (7.447 personas) cómo por los años de observación (de 2003 a 2010), dio marcha atrás en sus conclusiones finales ahora hace dos años. Los autores reconocieron errores de diseño del estudio y corrigieron las conclusiones editando los porcentajes de éxito inflados. Es decir, el estudio nutricional “perfecto” dejaba ver las costuras de la imperfección. Una vez más, la credibilidad de la investigación nutricional se tambaleaba.
A estas alturas, es adecuado proponer un baile de nombres aprovechando la repercusión mediática del artículo de Politico galardonado hace poco. ¿Qué pasaría si el titular sufriera una leve metamorfosis de los nombres de los lugares a los que hace referencia por los que correspondería aquí? La cosa quedaría más o menos así: “Cómo Madrid mantiene a España enferma y gorda”. Es turno del lector valorar si, dicho así, es una mentira flagrante o una verdad incómoda. Ahora bien, que nadie se lo pregunte a un nutricionista, que la mueca de repelús y los pelos de punta le delatarán sin necesidad de abrir la boca.