Desde que el coronavirus tiene barra libre, nos hemos llenado la boda de las bondades de los trabajadores esenciales: personal sanitario, repartidores a domicilio, conductores de transportes públicos, policías, tenderos, farmacéuticos y operarios de obras. Todos héroes, todos magníficos, todos imprescindibles. Desgraciadamente, con el campesinado nos hemos movido por arenas movedizas. Es cierto que 350.000 campesinos y ganaderos de todas las edades han sido capaces de alimentar a más de 7,5 millones de bocas en Catalunya, pero todavía es más cierto que hemos pecado de bobos dejando demasiado claro que su fruta y verdura era mucho más esencial que su oficio.
Es indiscutible que el reconocimiento a nuestro campesinado va por barrios, pero el cuento del campesino esencial no va camino de tener un final feliz. Alguien con mucha cara tendrá que explicar algún día cómo hemos pasado de aplaudir a los trabajadores esenciales en el balcón a tacharles de culpables del rebrote de la COVID en el campo. Es irónico comprobar que, entre la Santa Inquisición del virus que señala con el dedo acusador y reparte carnés de buenos y malos ciudadanos, muchos se han apuntado a una tendencia al alza: la cesta semanal con alimentos frescos en la puerta de casa. Exigir el premio sin querer saber nada de las normas del juego es muy propio de las clases acomodadas. Lechugas crujientes, tomates de temporada, manojos de zanahorias y calabacines de formas imposibles. Alimentos con nombres y apellidos detrás que no crecen por generación espontánea. Un servicio más caro que la compra habitual del supermercado, que vive tiempo de bonanza, ahora que muchos han descubierto que, efectivamente, la cocina de casa servía para cocinar.
No es casualidad que, cada vez que vuelvo a mi restaurante preferido, un planteamiento utópico me ronde compulsivamente por la cabeza. Esperando turno en la puerta de entrada, con un mostrador que impide el acceso al local, soy consciente de que el Mei Mei no cumplirá nunca más con las funciones de restaurante convencional. Adiós a la cocina con woks escupiendo llamas muy altas, a las mesas y las sillas de color amarillo canario y al alboroto amplificado por un comedor mal insonorizado. Hablo del mes de marzo pasado, pero ya parece el recuerdo de otra vida y de otra persona. Obligada por las circunstancias económicas, la propietaria del local no se lo pensó dos veces y reconvirtió el espacio en un colmado de víveres de primera necesidad con venta directa de alimentos frescos. Era la única manera improvisada de no tener que despedir a trabajadores, seguir vendiendo el género de los productores locales y garantizar el acceso a la comida saludable a las comunidades más vulnerables. En medio de una de las ciudades más caras de los Estados Unidos, parecía un win-win, como dicen los norteamericanos, entre tanta incertidumbre.
Un vistazo al interior de las bolsas de papel marrón era suficiente para entender el valor de la unidad mínima de los alimentos para sobrevivir. Un par de kilos de patatas y de cebollas, ocho manzanas y ocho plátanos, tres ajos, una bolsita de cereales y jengibre. No es gran cosa, pero marca la diferencia en un barrio donde sobra hambre y falta trabajo. “Gracias a nuestra asociación con La Comunidad, hemos podido entregar más de 22.679 kilos de comida a familias que, por culpa de la pandemia, luchan con la seguridad alimentaria. Buscad una manera de apoyar directamente a las personas afectadas. Comprad una caja de víveres para una familia que lo necesite”, decía Irene Li con el tono exhausto del final de un viaje demasiado largo. El texto de Facebook acompañaba una fotografía sobrecogedora. Enmascarada tras una trinchera de sacos de arroz y rodeada de cajas a medio vaciar o a medio llenar, Irene mira fijamente a cámara rodeada por un ecosistema voraz que no hace prisioneros.
La imagen seguramente es la metáfora cruel de la deconstrucción del sistema de restauración de la vieja normalidad, pero de ella se puede extraer una lectura esperanzadora. “Comprad una caja de víveres para una familia que lo necesite”, dice. ¿Y es que no se trata de esto (sobre)vivir? La posibilidad de no poner en peligro el futuro de los más privilegiados, que podemos recibir la cesta de alimentos en casa, con los que luchan para sobrevivir con el bolsillo vacío. Al fin y al cabo, si hay alimentos esenciales para unos cuántos, ¿no tendrían que ser alimentos esenciales para todo el mundo, aunque muchos no puedan permitirse pagar el mismo precio que tú o yo?
Hablo de una cesta de alimentos esenciales con un sistema parecido a las cooperativas de barrio. Una cesta con alimentos frescos escogidos por los que más saben, los campesinos esenciales, de los que solo nos llenamos la boca cuando las cosas van mal. Una cesta con un precio diferente según el poder adquisitivo de cada código postal. Una cesta que mucha gente con recursos rechazaría y podría llegar gratuitamente a cualquier comarca. Una cadena de favores llena de acción directa, hechos comestibles y no de palabras que se las lleva el viento. Una cesta de alimentos esenciales porque todo el mundo merece disfrutar de los beneficios del derecho universal a la comida saludable.
Muchos aguafiestas dirán que no es un sistema que la economía interior ni exterior de ningún país pueda sostener, y menos aún las potencias mundiales, que tendrían que garantizar el buen funcionamiento como donantes principales. Incluso, algún encorbatado de cuello blanco podría levantar la voz asegurando que supondría el colapso del sistema alimentario actual, tal como lo conocemos. ¿Una simple cesta como amenaza directa para el capitalismo y las grandes corporaciones que pretenden alimentar el mundo? Y quizás, solo quizás, si así fuera sería una noticia excepcional, porque significaría que hemos sido capaces de hacerlo saltar todo por los aires para empezar de nuevo.