Un ejército de Gretas Thunberg y el cambio climático sería una reminiscencia del pasado en un abrir y cerrar de ojos. Sería el camino más rápido para ganar la guerra contra el calentamiento global con el permiso de las grandes potencias mundiales o sin él. Para ello, haría falta un pequeño gran detalle: clonar hasta la saciedad a la mediática adolescente de dieciséis años con autismo. Si con su compromiso ha conseguido que el mundo la escuche haciendo huelga escolar cada viernes, ¿qué harían un millón trescientos mil “soldados” menores de edad con la misma convicción que la joven danesa de ojos azules que no coge aviones para no ensuciar la atmósfera de dióxido de carbono?
La cifra de un millón trescientos mil no es arbitraria. Son las comidas que se sirven a diario en los comedores de las escuelas suecas. En el centro del país escandinavo, y más concretamente en la ciudad de Uppsala, está Nannaskolan, un centro educativo de primaria que, por segundo año consecutivo, ha ganado el premio de “Mejor restaurante escolar” que entrega White Guide Junior “por su brillante compromiso, por sus métodos educativos sólidos y por su extraña habilidad de crear un todo donde la comida es el centro del aprendizaje”.
Es precisamente este “crear un todo donde la comida es el centro del aprendizaje” que despierta una curiosidad inusitada entre el mundo periodístico. Es inevitable querer saber qué pasa dentro del micromundo de aquella escuela ejemplar. Y es que un sexto sentido fantasea con la idea de que, si todas las escuelas del mundo siguieran este modelo, tal vez el cambio radical en el modelo alimentario que reclama el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) sería un objetivo realista.
La comida del Nanna Bistro –así se llama el restaurante escolar– la elaboran cocineros profesionales que han trabajado en restaurantes convencionales. Sirven platos sostenibles con la idea de generar el mínimo impacto ambiental. Siempre hay opciones vegetarianas, un buffet de ensaladas y pan artesanal hecho en la cocina. Como comida y entorno son inseparables, el comedor está decorado por decoradores profesionales que quieren potenciar las habilidades de los estudiantes.
El menú semanal es del todo evocador. No existe el clásico primero, segundo y postre. La dieta de la semana se basa en lo que “Hoy es correcto”. Ni ayer ni mañana; alimentos de aquí y ahora. Esto implica una conciencia superior, porque siempre es mucho mejor aprender alimentación saludable comiendo que a través de una asignatura de educación alimentaria en horario lectivo. La escuela defiende que el alumnado aprende conceptos como estacionalidad y frescura de los alimentos mientras come. Es decir, el hambre les hace entender la lección sin maestros, exámenes ni obligaciones inmediatas. Basta de repetir como loros que con la comida no se juega.
Un ejemplo: de lunes a viernes comen bolas de patata con mermelada de arándanos, guiso de garbanzos con manzana, albaricoque y maíz, bistecs de judías sobre judías rojas y negras, pasta de hierbas, crema de albahaca y remolacha, tapsi (guiso de verduras), coliflor con crema de coco y bulgur, enchiladas con judías y queso o un nasi goreng con salsa de ajo. Comida sabrosa con muy poca proteína animal, pero con toda la energía calórica que hace falta para llegar al final del día.
La idea de crear una asignatura de educación ambiental y alimentaria es un tema recurrente que vuelve cada septiembre con el inicio de las clases. Quizás es un tópico aprovechar el buen trabajo de los países escandinavos para despreciar los descuidos del países latinos, pero es que este caso es flagrante. Mientras que en Suecia las escuelas reciben premios por su compromiso verde, aquí nos damos golpes en el hombro si los niños medio aprenden la pirámide de los alimentos. Mientras que en Suecia los niños hacen una dieta basada en vegetales locales, aquí tenemos dificultades para convencer a la escuela pública que organizar excursiones al McDonald’s con –¡oh, sorpresa!– el consentimiento de las familias no es la mejor idea del mundo, tal como denuncia el informe anual “Mi primer veneno” de Justicia Alimentaria. Mientras que en Suecia los más pequeños entienden que hay ingredientes que abundan en verano y que desaparecen del bosque en invierno, aquí preferimos hincharlos de congelados, fritos, carne roja y azúcares presentes todo el año en el supermercado.
Parece un cuento de ciencia ficción alimentaria, pero en la primera reunión de familias y maestros de todas las escuelas públicas se debería exponer de entrada este dilema alimentario con dos opciones de menú escolar. La opción A, basada en ingredientes y recetas elaboradas para acelerar la destrucción del planeta, y la opción B, basada en ingredientes y recetas que ayudan a regenerarlo. Quizás seguiríamos sin tener un ejército de 1,3 millones de Gretas, pero la próxima generación de adultos seguramente no tendría la sensación de que el mundo se les está escapando de las manos.