El agua no es un recurso infinito. Al contrario de lo que pensamos, y aunque es el elemento vital de los ecosistemas, el agua dulce disminuye a un ritmo alarmante en muchas zonas del planeta hasta el punto de generar auténticas guerras hídricas.
De hecho, la FAO alerta de que, si no cambiamos nuestros hábitos de consumo, la demanda mundial de agua podría aumentar un 50% en el año 2030. Esta cifra no parará de subir si se cumplen las previsiones que auguran que, en el año 2050, la población mundial llegará a los 10.000 millones de personas. Más personas en el mundo significa más barrigas para alimentar y más recursos para generar y distribuir estos alimentos.
El agua tiene un papel capital –y a menudo desconocido– en la industria alimentaria: según nuestra dieta, podemos necesitar entre 2.000 y 5.000 litros de agua para producir los alimentos que consumimos diariamente, según datos de WWF. De ahí la necesidad global de reducir el consumo de carne: para producir un kilo de carne vacuno, se necesitan 13.000 litros de agua, mientras que para hacer un kilo de lentejas “solo” hacen falta 1.250. El cambio climático va en serio y, por ello, priorizar el consumo de proteínas vegetales de alta calidad, como las legumbres, por delante de la carne es una de las medidas que tenemos al alcance para luchar contra él y frenar el colapso ambiental al que nos enfrentamos.
Pero con esto no basta. Reducir, reutilizar y reciclar el agua –en este orden–, así como apostar firmemente por medidas de eficiencia energética y dejar de lado las energías fósiles en favor de las renovables debería ser absolutamente prioritario en la agenda no solo de los activistas y los ciudadanos anónimos sino también de las instituciones, los órganos públicos y las empresas. Un cambio de paradigma real, global y transversal que interpele a todo el mundo es la única vía posible para frenar los estragos causados por el neocapitalismo y la cultura del consumo.
Y esto también significa abandonar el mal hábito del “usar y tirar” o del derroche. Según la AECOC, el desperdicio de alimentos supone malgastar más de 130 litros de agua por persona y día, lo que equivale a tirar íntegramente el agua que cabe dentro de una bañera llena. Una bañera llena de agua cada día, por persona, repito. Una locura ambiental que no podemos seguir permitiendo.
Si la agricultura y la ganadería son los sectores que consumen más agua –ya que casi el 92% de la huella hídrica planetaria pertenece a la producción de alimentos–, frenar el despilfarro debe ser inexcusablemente prioritario para la industria y para cualquier familia. Si tomamos conciencia del valor de los alimentos, apostamos por el consumo de proximidad y de temporada, aprendemos a planificar debidamente la compra y a evitar que nos caduquen alimentos que tendremos que tirar, podemos conseguirlo.
Quizás tendremos que renunciar a comer tomates en invierno o kiwis de Nueva Zelanda, pero quizás también –y solo de esta manera– ganaremos el pulso al cambio climático y dejaremos un mundo habitable y sostenible para nuestros hijos.