Hoy leía en el periódico que, como cada año, en Huelva se ofrecen 23.000 puestos de temporeros para la recogida de la fresa, y que solo se habían presentado 970 personas en la tercera provincia con más paro de España. Esto supone cerca del 23%, por lo que la noticia contaba que las empresas de la fresa de producción intensiva tendrían que recurrir a la mano de obra inmigrante. Si los de aquí no quieren trabajar, ya saben, no se va a quedar la fresa en el campo. Pensaba entonces si esa falta de interés en realidad no tendría que ver con salarios bajos, con jornadas extenuantes, con condiciones de vida pésimas y además, si eres mujer, con el riesgo a sufrir agresiones sexuales, tal y como denunciaba el año pasado una investigación periodística de la revista alemana Correctiv y BuzzFeed News.
Me acordé de que, no hace mucho, pude leer en otro periódico que un trabajador de un invernadero de Níjar, Mohammed El Bouhaled, de 27 años, falleció después de pasar todo el día sulfatando.
Fue un accidente, dirán, pero lo que no lo es son las condiciones de vida de cientos de trabajadores y trabajadoras en los invernaderos del sur de España –muchos de ellos sin papeles, explotados, viviendo en chabolas, sin luz, ni agua– que denuncia el documental de la cadena pública de televisión alemana Das Erste con el título La sucia cosecha de Europa. El sufrimiento tras el negocio de frutas y verduras.
Casi al mismo tiempo, aparecía en las noticias que, en Binéfar, se va a instalar el mayor matadero de Europa, y que dará trabajo a 1.600 trabajadores. Al leerlo me venía la duda a la cabeza: ¿Pasará como con los temporeros de la fresa de Huelva? ¿Será que los salarios, contratos y condiciones laborales serán dignos y no de absoluta precariedad laboral como llevan años denunciando el colectivo Càrnies en Lluita en Catalunya? ¿Tiene esto algo que ver con las protestas de las conserveras este verano en Galicia para lograr mejorar sus condiciones de trabajo y acabar con eso que llaman “modalidades de subcontratación fraudulenta”? ¿Y si hubiera un hilo invisible que los conecta con la explotación que sufren cientos de jóvenes repartidores de estas empresas tan tecnológicas que te traen una pizza a casa en bici a golpe de clic? Todas esas vidas parecen la misma.
Este hilo invisible que une a los pobres que trabajan en condiciones insoportables y a los otros pobres que compran comida procesada de baja calidad, la que nos enferma por un módico precio, se llama “beneficio empresarial de las grandes corporaciones alimentarias”. ¿Será que estos emporios podrían vivir sin explotar? Me parece que no.