La sala de lectura más imponente del Departamento de Inglés de la Universidad de Harvard, la Thompson Room, está llena a rebosar. La antigua chimenea ante la que antaño pasaron escritores célebres de la talla de John Dos Passos, William S. Burroughs, Susan Sontag o John Updike, ahora está tapiada. No son tiempos de llenar el ambiente de humo de pipas; lo que ahora se lleva es la fragancia omnipresente del café tostado con prisas, que contrasta con las mejillas rojizas de los estudiantes. Son las seis de la tarde y en Boston hace mucho frío. Sería hora de volver a casa si no fuera porque todo el mundo espera a Michael Pollan, el gurú de la alimentación en Estados Unidos. Muy alto y de estructura escuálida es de esos calvos que ya no podemos imaginar con pelo. Mueve sus grandes manos y unos dedos larguísimos como si tocara un piano invisible, mientras disfruta del magnetismo del don natural del mensaje.
“No os diré que dejéis de beber cafeína. No me atrevería nunca a decir que la cafeína es mala para la salud. Solo he intentado entender la cafeína desde una perspectiva científica y, con todo lo que he aprendido, puedo afirmar que es realmente buena para el consumo humano si no fuera por un pequeño detalle…”.
Michael Pollan tiene treinta minutos para hablar sobre el impacto de la cafeína en el mundo actual, y como comunicador excelso le han sobrado veintinueve minutos para enganchar a la audiencia. Sus libros The Omnivore’s Dilemma: A Natural History of Four Meals. (2006), In Defense of Food: An Eater’s Manifesto. (2008), Cooked: A Natural History of Transformation (2013) son auténticos referentes, pero hoy ha venido a hablar de la adicción a una droga legal. “Hay una droga con la que nos hemos implicado hasta el cuello. La mayoría de los humanos tomamos cafeína diariamente, que es la droga psicoactiva más consumida del mundo y la única que suministramos de manera rutinaria a los hijos en forma de refrescos. Nos cuesta usar la palabra droga con bebidas de consumo habitual, pero el café y el té son drogas, como el alcohol”.
Primero puñetazo sobre la mesa. Si aceptamos que el café y el té son drogas, nuestra relación adictiva irá más encaminada: “Hay muchos estudios científicos que certifican que las bebidas que contienen cafeína protegen de algunos tipos de cáncer, enfermedades cardiovasculares e incluso que van bien para combatir la depresión”. Aquí hay que hacer un matiz. Michael Pollan defiende su consumo siempre que sean bebidas con cafeína por obra de la naturaleza, no de la ciencia de los alimentos. “Siempre es mejor obtener la cafeína de una planta que de una fábrica”, subraya. “Pensad que la cafeína es energía sin calorías y eso es extraordinario dentro de la naturaleza. Pero, insisto, hay un inconveniente…”, repite.
Se reserva el as en la manga como traca final de la velada. “El impacto de la cafeína en el mundo se puede ver en la forma en la que trabajamos. El ambiente laboral en Europa antes de la llegada del café era deplorable. En el Reino Unido, todos los trabajadores iban borrachos casi siempre. La cerveza era una de las fuentes de calorías principales de la dieta de los trabajadores ingleses. Durante el estallido de la Revolución Industrial, el café irrumpió como superbebida capaz de desplazar el alcohol de las horas de trabajo porque la maquinaria peligrosa requería precisión y la cafeína la potenciaba. Todo lo contrario que el alcohol, que debilitaba cualquier habilidad”.
Es decir, Michael Pollan asegura que es casi imposible imaginar la Revolución Industrial sin la aparición del café y el té. “La cafeína ha lubricado las ruedas del capitalismo”. Pensándolo bien, las dosis de cafeína sirven para estructurar las rutinas y, en definitiva, para ordenar el día en momentos de más o menos energía extra. Bien pensado: el ritual de preparación de una taza de café es como el ritual que sigue el adicto antes de consumir su dosis. Solo hacen falta los ruiditos repetitivos de la máquina de café y la fragancia arábiga del café recién hecho para que se nos haga la boca agua. “La cafeína es un ingrediente esencial para la construcción del ego”, dice recitando un texto para ilustrar su tesis.
Esta tesis la traslada hasta su país con un giro inesperado: “En Estados Unidos bebíamos mierda antes de la aparición de Peet’s Coffee en 1966”. Pollan hace referencia a Alfred Peet, que introdujo un café de mejor calidad recién tostado. Hoy día, su café se vende en más de catorce mil tiendas de comestibles en toda la nación. “Curiosamente, fui a probarlo a la tienda original, que todavía está en pie, y no me gustó nada su sabor”, reconoce.
Con el inconsciente colectivo cargado de café, llegamos al momento que ha anunciado desde el inicio. Toca averiguar cuál es el gran peligro de la cafeína según su criterio. La amenaza se divide en dos: “Principalmente, el gran problema de la cafeína es que empeora la calidad (no necesariamente la cantidad) del sueño. La calidad del sueño se mide con las ondas bajas cuando entramos en sueño profundo. Esencialmente, la calidad del sueño ayuda a limpiar toda la basura mental del día; es cuando se descarta todo lo que hay que olvidar para seguir adelante. Dicho de otra forma, el momento crucial en el que guardamos los archivos en el lugar de la mente que les corresponde. Y la cafeína afecta a la calidad del sueño porque reduce la capacidad de reestructuración en un 20%. Esto es un gran problema, porque el sueño profundo empeora con la edad”.
Hace rato que el público ha dejado de lado los alimentos de cocina africana y las bebidas naturales que Pollan ha seleccionado expresamente para la ocasión. Todo el mundo quiere saber si debe empezar a considerarse adicto: “El otro inconveniente, muy relacionado con el primero, es que la cafeína persiste en el organismo durante demasiado tiempo. La vida media de la cafeína en el cuerpo es de doce horas. Es decir, el 25% de la cafeína de la taza de café que tomas por tarde seguirá circulando por el organismo a medianoche”. Todo el mundo que ha tomado un café después de comer hace una mueca de culpabilidad mientras piensa en la noche que se acerca.
Llega el punto final de la conferencia y toca acabar con una confesión personal: “Yo mismo dejé de tomar café durante un tiempo. Quería experimentar los efectos de dejar de consumir cafeína. Recuerdo el primer café después de bastante tiempo de abstinencia. Noté la euforia clásica de los primeros veinte minutos sin recordar que, al cabo de pocos horas, llegaba la disforia. Era la fuerza de los tentáculos de la adicción, porque notaba que me haría falta otro café a lo largo del día. Aunque parezca contradictorio, fue una sensación fantástica porque me sirvió para empezar una relación nueva con la cafeína. Ahora soy un adicto ocasional. Tomo de formo intencionada como quien hace toda una ceremonia calculada cuando decide consumir drogas psicodélicas. Me he movido en esta nueva rutina y la mantengo porque entre semana consumo descafeinados. Solo me permito tomar cafeína los fines de semana. Así que, ya sabéis, es mejor verme un sábado”, bromea antes del estallido de aplausos que cierra su intervención.